Edgar Sandoval Pérez

En el debate sobre el rumbo económico de México, una de las preguntas que más polariza a la opinión pública y a los hacedores de política es si es posible sostener un crecimiento económico robusto con un gasto social elevado. A simple vista, parecería que ambos objetivos son compatibles. Pero, en la práctica, los recursos son finitos, las decisiones presupuestales tienen costos de oportunidad y las implicaciones son profundas. El Presupuesto de Egresos de la Federación 2025 lo deja claro: el gasto en pensiones incluidas las no contributivas representará más del 20 % del gasto programable, según datos de Hacienda. De hecho, tan solo el programa de Pensión para el Bienestar de las Personas Adultas Mayores absorberá alrededor de 465 mil millones de pesos, una cifra que supera lo destinado a sectores como infraestructura, salud o seguridad pública. Este fenómeno no es exclusivo de México. De acuerdo con la OCDE, el envejecimiento poblacional y los programas de bienestar están presionando las finanzas públicas en muchas economías emergentes y avanzadas. Sin embargo, en el caso mexicano, el reto se agudiza por la baja base recaudatoria: mientras el promedio de ingresos tributarios en América Latina es del 21 % del PIB, México apenas alcanza el 16.8 % (CEPAL, 2024). La lógica detrás de este gasto social es clara: reducir la desigualdad y mejorar las condiciones de vida de las poblaciones históricamente marginadas. Y en efecto, ha habido avances. El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) reportó que entre 2020 y 2022 la pobreza multidimensional se redujo del 43.9 % al 36.3 %. Parte de esta mejora se atribuye al aumento del ingreso corriente en los hogares más pobres, producto de transferencias directas. La paradoja mexicana radica en que, aunque el país ha mostrado resiliencia económica con un crecimiento del PIB del 3.2 % en 2023 y una proyección del 2.4 % para 2025, según Banxico este dinamismo ha ocurrido en un contexto de bajo gasto de inversión pública, que apenas ronda el 2.8 % del PIB, por debajo del promedio de América Latina. Más aún, los estímulos al consumo mediante transferencias no siempre se traducen en mayor productividad ni en mejoras estructurales del aparato económico. Una parte significativa de esos recursos se destina al consumo inmediato, muchas veces de bienes importados, lo que limita su efecto multiplicador en la economía nacional. Y aunque estas transferencias pueden reducir brechas de corto plazo, no sustituyen una política industrial robusta, ni impulsan necesariamente la innovación ni la competitividad. Aquí es donde entra la disyuntiva: ¿puede el país crecer apostando al consumo y a la justicia social sin dejar de lado la inversión estratégica? La respuesta no es binaria. Lo que se necesita es una política económica que armonice ambos objetivos: garantizar derechos sociales sin sacrificar la base productiva. Algunos países lo han logrado. Corea del Sur, por ejemplo, combinó en su momento subsidios temporales con una agresiva estrategia de industrialización y educación técnica. En América Latina, el caso de Chile durante sus años de mayor expansión muestra cómo el superávit estructural fue utilizado para financiar redes de protección sin comprometer la inversión. México podría aprender de estas experiencias. Una reforma fiscal progresiva, que amplíe la base tributaria sin castigar el crecimiento, es urgente. También lo es priorizar proyectos de infraestructura con alto impacto económico, mejorar la calidad del gasto público y establecer reglas claras que permitan distinguir entre gasto asistencial y gasto estratégico. Claudia Sheinbaum ha anunciado que mantendrá los programas sociales emblemáticos, pero también ha mostrado interés en fortalecer el desarrollo regional y la inversión en ciencia y tecnología. Conciliar estas dos rutas será clave para evitar que México caiga en una trampa de bajo crecimiento sostenido por subsidios. En última instancia, lo que está en juego no es solo la viabilidad fiscal, sino el tipo de país que queremos construir. Un Estado que protege a los vulnerables no debe estar reñido con un Estado que invierte en su futuro.

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