|| Autor Edgar Sandoval Pérez

Desde los días de la Independencia, la relación entre el poder y la economía ha sido una constante en la reflexión pública mexicana. ¿Qué papel desempeña el Estado en el desarrollo económico? ¿A qué intereses responde el poder político? ¿Qué tensiones se generan entre actores económicos y sociales? Estas interrogantes han nutrido el pensamiento nacional por generaciones.
Jesús Reyes Heroles expresó alguna vez: “La política está en todo y detrás de la política está todo: la economía, las cuestiones sociales, los problemas culturales…”. Esta frase resume una verdad profunda: no es que la política lo abarque todo, sino que es una expresión de todo lo demás. En última instancia, el poder y el dinero son los dos motores que determinan las decisiones públicas, ya sea por visión de futuro, por inercias institucionales o por intereses particulares.
La política económica en México ha estado marcada por la necesidad de equilibrar tensiones. A menudo, se busca mantener la estabilidad social mediante decisiones técnicas que, aunque disfrazadas de acciones altruistas, responden a la lógica del poder. Los programas de bienestar, los subsidios estratégicos y la regulación de ciertos sectores son mecanismos que, más allá de sus intenciones declaradas, buscan garantizar gobernabilidad, conservar legitimidad y evitar fracturas estructurales que comprometan la estabilidad del régimen político.
El deseo de conservar el poder suele derivar en lo que Friedrich Hayek denominó “la fatal arrogancia”: creer que desde la cima se sabe lo que es mejor para todos, incluso si las decisiones carecen de fundamento técnico o racional. Esta arrogancia tiene costos de oportunidad altísimos, cuyas consecuencias suelen impactar más allá del próximo ciclo electoral.
En muchos casos, las decisiones gubernamentales son presentadas como actos sociales, cuando en realidad responden a cálculos económicos y estrategias de control. Y aunque esta simulación puede parecer cuestionable, también es un acto pragmático. Un ejemplo ilustrativo es el sector cañero y azucarero de México.
Este sector subsiste gracias al financiamiento público, que busca equilibrar su competitividad frente a productos importados más baratos provenientes de India, Brasil o Guatemala. A primera vista, estos apoyos parecen dirigidos a proteger a los productores, pero en el fondo son una estrategia económica para mantener en pie regiones enteras cuya actividad gira en torno a la caña.
Sin este soporte, el sector desaparecería rápidamente, arrastrando consigo a municipios completos. El subsidio, por tanto, evita desempleo, migración, inseguridad, y otros efectos colaterales costosos para el Estado. Así, las decisiones aparentemente sociales se convierten en maniobras de contención económica, justificadas bajo la máscara de justicia social, pero motivadas por el deseo de conservar el poder y la gobernabilidad.
Y así, otra vez, volvemos al punto de origen: poder y economía. Una dualidad inseparable que, en México, se disfraza con frecuencia de buena voluntad, pero que nunca deja de ser, en el fondo, una operación estratégica.

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